= aunque sea para incordiar =

25 sept 2008

Todo termina al despertar

Abro los ojos. Mis párpados se levantan casi automáticamente entre asustados y enérgicos. A lo lejos, no tan lejos, escucho un sonido intermitente, insoportable, inconcebible. Un mechón de pelo se entromete entre mis cejas y no me deja ver. Me distraigo un momento en mi cabello: cómo hacer para moverlo sin corromper la paz del despertar. Un soplido preciso unido a un rápido movimiento de nuca reestablece al intruso a su posición de origen. Pienso que he salido airosa.

La mente, que en este momento no la siento mía en absoluto, sigue adormecida. Es por eso que las imágenes que me devuelven mis pupilas son todavía turbias. El techo parece más alto, la habitación más angosta y la mesita de luz increíblemente más lejana. Es entonces cuando agudizo mis oídos y descubro que desde allí proviene el molesto sonido, ahora un poco más fuerte. Siento el sol invadir las paredes y deduzco que ya debe ser mediodía.

En una especie de parálisis, mi cuerpo yace boca arriba, inmerso en la sábana tibia, la misma que deja entrever la libertad de mi pie derecho. Seguramente haya sido una noche calurosa. Giro hacia mi derecha y me sorprende un empapelado beige a dos centímetros de mi nariz. Giro hacia mi izquierda y el volumen del sonido aumenta. Decidida a quebrar el equilibrio entre el sueño y la vigilia, intento estirar mi brazo, para alcanzar la mesita, para tantear con mi mano, para alargar mis dedos, para callar al despertador que a esta altura ya está gritando desaforadamente. Es una bocina dentro de mis tímpanos.

Sin embargo, apenas atino a enderezar mi brazo, la sábana se enreda en el pliegue de mi axila y comienza a pegarse por el sudor de la noche de verano. La tela se adhiere a mi hombro y a mi costado derecho también. Forcejeo, tiro, me raspan las arrugas de la sábana, me irritan la piel y no se despegan. Insisto con el hombro, empujo la tela con la ilusión de que se rasgue. Es en vano. Mi otro brazo se asoma valiente desde el lado opuesto de la cama para acomodar algún trozo de sábana. Pero no. Al cruzar el brazo por sobre mi cuerpo, se hace un nudo quién sabe cómo y la misma tela se envuelve en sí misma. Yo estoy dentro de ella y el despertador explota constantemente a una distancia cada vez más corta. Pienso en mis pies. Son aquellos, los únicos, que disfrutan el estar descubiertos. Los muevo en círculos para liberarme, primero despacio y después no tanto. Pasan unos segundos y la velocidad se vuelve frenética. El colchón me quema los talones y las pantorrillas. Ahora la sábana trepó hasta mis rodillas y ya no puedo moverme más. Los brazos entrecruzados, las piernas inmóviles, mi cuerpo extremadamente ajustado. Cometo un drástico error y dejo caer la almohada. Entonces la sábana cubre, como por equivocación, mi cuello, mi boca, mi nariz, mis ojos y mi mechón de pelo.

Todo es blanco y húmedo. Respiro agitada por tantos esfuerzos. Mi propio aliento absorbe la sábana al interior de mi boca. Una y otra vez, inspiro y exhalo. Una y otra vez. Hasta que mis párpados pesan y admito que el despertador es menos estridente. La tela se adueña del interior de mi boca y una gota de saliva corre por la comisura de mis labios. Mi pecho descansa tranquilo. Al menos, el despertador dejó de sonar.

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